YA
VIENE EL CORTEJO, YA SUENAN LOS CLAROS CLARINES
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Ha
muerto la reina inglesa y ha sido sustituida por quien correspondía.
Hace
años, poco más de un siglo, en 1910, murió otro rey inglés y se
reunieron en LONDRES, para despedirlo, los que en aquel tiempo eran
considerados como gente muy principal, los mismos que se han reunido
ahora en LONDRES para despedir a la reina inglesa.
BÁRBARA
TRUCHMAN en su LOS CAÑONES DE AGOSTO nos cuenta aquella reunión en
LONDRES habida para enterrar a un rey inglés y nos lo cuenta
poniendo de relieve que el suceso de tener a TODO EL MUNDO reunido se
producía a cuatro años de que estallara la PRIMERA GUERRA MUNDIAL,
la GRAN GUERRA.
La
muerte de la reina inglesa han dicho muchos que supone el fin de una
época. Es posible. De la larga cita que abajo se hace de LOS
CAÑONES DE AGOSTO, y en lo que hace al nacimiento de una nueva época,
se puede destacar “La conocida campana del Big Ben dio las nueve
cuando el cortejo abandonó el palacio, pero en el reloj de la
Historia era el crepúsculo, y el sol del viejo mundo se estaba
poniendo, con un moribundo esplendor que nunca se vería otra vez.”
Pero
no avancemos acontecimientos, vamos a quedarnos en el cortejo, con RUBÉN DARÍO:
¡Ya
viene el cortejo!
¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros
clarines.
La espada se anuncia con vivo reflejo;
¡ya viene,
oro y hierro, el cortejo de los paladines!
De
la entrada de esta importante historia, LOS CAÑONES DE AGOSTO,
quiero rememorar los siguientes párrafos de su comienzo, por si
hubiera algún lector al que se le alcanzara alguna semejanza con lo
que estamos viendo ( y ojalá no con lo que veamos después).
Dice
BÁRBARA TRUCHMAN:
Era
tan maravilloso el espectáculo aquella mañana de mayo del año
1910, en que nueve reyes montaban a caballo en los funerales de
EduardoVII de Inglaterra, que la muchedumbre, sumida en un profundo y
respetuoso silencio, no pudo evitar lanzar exclamaciones de
admiración. Vestidos de escarlata y azul y verde y púrpura, los
soberanos cabalgaban en fila de a tres, a través de las puertas de
palacio, luciendo plumas en sus cascos, galones dorados, bandas rojas
y condecoraciones incrustadas de joyas que relucían al sol. Detrás
de ellos seguían cinco herederos al trono, y cuarenta altezas
imperiales o reales, siete reinas, cuatro de ellas viudas y tres
reinantes, y un gran número de embajadores extraordinarios de los
países no monárquicos. Juntos representaban a setenta naciones en
la concentración más grande de realeza y rango que nunca se había
reunido en un mismo lugar y que, en su clase, había de ser la
última. La conocida campana del Big Ben dio las nueve cuando el
cortejo abandonó el palacio, pero en el reloj de la Historia era el
crepúsculo, y el sol del viejo mundo se estaba poniendo, con un
moribundo esplendor que nunca se vería otra vez.
Ya
pasa debajo los arcos ornados de blancas Minervas y Martes,
los
arcos triunfales de donde las Famas erigen sus largas trompetas,
la
gloria solemne de los estandartes
llevados por manos robustas de
heroicos atletas.
En el centro
de la primera fila cabalgaba el nuevo rey, Jorge V, flanqueado a su
izquierda por el duque de Connaught, el único hermano superviviente
del difunto rey, y a su derecha figuraba un personaje al cual, según
reseña del The Times, «corresponde el primer lugar entre todos los
extranjeros que asisten al funeral», y que «incluso cuando las
relaciones han sido más tensas, no ha perdido nunca su popularidad
entre nosotros»: Guillermo II, emperador de Alemania. Montado sobre
un caballo gris, luciendo el uniforme escarlata de mariscal de campo
británico, llevando el bastón de este rango, el káiser presentaba
una expresión, con su famoso bigote con las guías hacia arriba, que
resultaba «grave, por no decir severa». De las varias emociones que
agitaban su pecho tan susceptible poseemos algunas indicaciones en
sus cartas: «Me siento orgulloso de considerar este lugar mi hogar y
de ser miembro de esta familia real», escribió a su casa, después
de haber pasado una noche en el castillo de Windsor, en las antiguas
habitaciones de su madre. Los sentimentalismos y la nostalgia
evocadas en estas ocasiones melancólicas en que convivía con sus
familiares ingleses se mezclaban con el orgullo de su supremacía
entre los potentados allí congregados y el profundo alivio por la
desaparición de su tío del escenario europeo. Había llegado para
enterrar a Eduardo, su tormento; Eduardo, el archiconspirador, tal
como lo consideraba Guillermo, del bloqueo de Alemania; Eduardo, el
hermano de su madre, al que no podía engañar, ni impresionar, cuyo
obeso cuerpo arrojaba una sombra entre Alemania y el sol. «Es el
diablo. ¡No os podéis imaginar lo diabólico que es!».
Este
veredicto, anunciado por el káiser antes de una cena a la que
asistían trescientos invitados, en Berlín, en el año 1907, tuvo su
origen en uno de los viajes que Eduardo emprendió por el continente
con planes claramente señalados de cercarlo. Había pasado una
provocadora semana en París, había visitado, sin ninguna razón
aparente, al rey de España, que acababa de casarse con su sobrina, y
había terminado haciendo una visita al rey de Italia con la evidente
intención de disuadirle de su Triple Alianza con Alemania y Austria.
El káiser, poseedor de la lengua más viperina de Europa, se había
dejado llevar nuevamente por sus impulsos y había hecho uno de
aquellos comentarios que, de un modo periódico, durante los veinte
últimos años de su reinado, agotaban los nervios de los
diplomáticos.
Se
escucha el ruido que forman las armas de los caballeros,
los
frenos que mascan los fuertes caballos de guerra,
los casos que
hieren la tierra,
y los timbaleros,
que el paso acompasan con
ritmos marciales.
¡Tal pasan los fieros guerreros
debajo los
arcos triunfales!
Afortunadamente, aquel diablo que pretendía
bloquear Alemania había muerto y había sido sustituido por Jorge,
que, tal como le confesó el káiser a Theodore Roosevelt pocos días
antes del funeral, era «muy buen muchacho» (tenía cuarenta y seis
años; por lo tanto, era seis años más joven que el káiser). «Es
un inglés de pies a cabeza y odia a todos los extranjeros, pero eso
no tiene importancia, siempre que no odie a los alemanes más que a
los otros extranjeros». Al lado de Jorge, Guillermo cabalgaba
confiado, saludando, a su paso, a los regimientos de los dragones
reales, de los cuales era coronel honorario. En cierta ocasión había
distribuido fotografías suyas luciendo el uniforme de este
regimiento y con la inscripción encima de su firma: «Espero mi
hora». Aquel día había llegado su hora, era soberano supremo en
Europa.
Detrás de él cabalgaban los dos hermanos de la reina
viuda Alexandra, el rey Federico de Dinamarca y el rey Jorge de
Grecia, su sobrino, el rey Haakon de Noruega, y tres reyes que habían
de perder sus tronos:
Alfonso de España, Manuel de Portugal y,
luciendo un turbante de seda, el rey Fernando de Bulgaria, que
irritaba a los otros soberanos haciéndose llamar «zar» y que
guardaba en una caja las insignias reales de emperador de Bizancio en
espera del día en que pudiera reunir bajo su cetro los antiguos
dominios bizantinos.
Maravillados ante esos «espléndidos
príncipes montados», tal como los describió The Times, pocos
observadores prestaban atención al noveno rey, el único que había
de alcanzar grandeza como hombre. A pesar de ser un hombre alto y un
perfecto jinete, Alberto, rey de los belgas, al que no le gustaba la
pompa de las ceremonias reales, obligado a cabalgar junto a aquellos
compañeros, se sentía embarazado y ausente. Tenía treinta y cinco
años y hacía solamente un año que había subido al trono. Incluso
posteriormente, cuando su rostro fue más conocido como símbolo de
heroísmo y tragedia, todavía encontramos en él esta expresión
ausente, como si su mente estuviera sumida en otros problemas.
El
futuro causante de la tragedia, alto, corpulento y envarado, con
plumas verdes adornando su casco, el archiduque Francisco Fernando de
Austria, heredero del anciano emperador Francisco José, cabalgaba a
la derecha de Alberto, y a su izquierda otro heredero que no llegaría
a subir al trono, el príncipe Yusuf, heredero del sultán turco.
Detrás de los reyes seguían las altezas reales: el príncipe
Fushimi, hermano del emperador de Japón, el gran duque Miguel,
hermano del zar de Rusia; el duque de Aosta, vestido de azul claro
con verdes plumas, hermano del rey de Italia; el príncipe Carlos,
hermano del rey de Suecia; el príncipe Enrique, consorte de la reina
de Holanda, y los príncipes reales de Serbia, Rumania y Montenegro.
Este último, el príncipe Danilo, «un amable y extremadamente
apuesto joven de deliciosos modales», se parecía al amante de la
Viuda Alegre por más de un motivo, ya que, para consternación de
los funcionarios británicos, había llegado la noche anterior
acompañado por «una encantadora joven de grandes atractivos
personales», a quien presentó como la dama de honor de su esposa,
que le había acompañado a Londres para hacer ciertas compras.
Seguía un regimiento de miembros de menor rango de la realeza: los
grandes duques de Mecklenburg-Schwerin, Mecklenburg-Strelitz,
Schleswig-Holstein, Waldeck-Pyrmont de Coburgo, Sajonia-Coburgo y
Sajonia-Coburgo Gotha, de Sajonia, Hesse, Württemberg, Baden y
Baviera; este último, el príncipe heredero Rupprecht, había de
mandar muy pronto un ejército alemán en el campo de batalla.
Figuraba también en el cortejo el príncipe de Siam, un príncipe de
Persia, cinco príncipes de la antigua casa real francesa de Orleans,
un hermano del jedive de Egipto, que lucía un fez bordado en oro, el
príncipe Tsia-tao, de China, con un manto bordado de color azul
claro y cuya antigua dinastía había de permanecer todavía durante
dos años en el trono, y el hermano del káiser, el príncipe Enrique
de Prusia, que representaba la Marina de Guerra alemana, de la que
era comandante en jefe. Entre tanta munificencia había tres
caballeros vestidos de paisano: el señor Caston-Carlin, de Suiza, el
señor Pichon, ministro de Asuntos Exteriores francés, y el
expresidente Theodore Roosevelt, enviado especial de Estados
Unidos.
Eduardo, objeto de esta reunión sin precedentes de
naciones, había sido llamado frecuentemente el «Tío de Europa»,
un título que, en lo que hacía referencia a las casas gobernantes
en Europa, podía ser tomado literalmente. Era el tío no sólo del
káiser Guillermo sino también, por la hermana de su esposa, la
emperatriz viuda María de Rusia, del zar Nicolás II. Su sobrina
Alix era la zarina, su hija Maud era reina de Noruega, otra sobrina,
Ena, era reina de España, y una tercera sobrina, María, sería
pronto reina de Rumania. La familia danesa de su esposa, además de
sentarse en el trono de Dinamarca, había educado al zar de Rusia y
proporcionado reyes a Grecia y Noruega. Otros parientes, los
descendientes de los nueve hijos e hijas de la reina Victoria,
estaban desperdigados por las cortes de Europa.
Las trompas guerreras resuenan;
de voces los aires se llenan…
A aquellas antiguas espadas,
a aquellos ilustres aceros,
que encarnan las glorias pasadas;
y al sol que hoy alumbra las nuevas victorias ganadas;
y al héroe que guía su grupo de jóvenes fieros;
al que ama la insignia del suelo materno,
al que ha desafiado, ceñido el acero y el arma en la mano,
los soles del rojo verano,
las nieves y vientos del gélido invierno,
la noche, la escarcha
y el odio y la muerte, por ser por la patria inmortal,
¡saludan con voces de bronce las trompas de guerra que tocan la marcha
triunfal!…
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